Pareciera que este asunto se encuentra muy lejos de los hábitos
de la sociedad actual, más aún viviéndo en un país en el que se inculca que hubo
censura y represión, pero que ya no más. Indefectiblemente, la censura es una
práctica que está presente en muchos actos de la vida de las personas sin que se
tenga conciencia cierta de ello, y los mediadores de la literatura, por muy
progresistas que se declaren, no están a salvo.
La censura, en este caso la literaria, es una actividad que, quiérase o no,
se puede ejercer. La diferencia está entre la censura oficial, aquella que
proviene de órganos de poder de diferentes tipos, ideologías y contextos, que se
proclama mediante decretos, ordenanzas, leyes -desde el Tribunal de la Santa
Inquisición de la Iglesia Católica sobre libros heréticos, hasta la censura del
gobierno de Carlos Ibañez del Campo en contra la premio Nobel Gabriela Mistral o
las autoridades que consideraron “Los viajes de Gulliver” como
anti-guerra y anti-colonización- y la censura no oficial, aquella que se ejerce
tácitamente por protocolos o acuerdos, en ámbitos restringidos o delimitados, en
determinados círculos culturales e incluso en el núcleo social más pequeño, la
familia.
En ambos casos del ejercicio de la censura sobre obras literarias, existen
sendos entramados argumentales para justificar la prohibición de cierto libro a
cierto lector, en este caso, a los niños. En esos entramados se pueden hallar
diversas fuentes contextuales, ya sean religiosas, políticas, morales, y al
mismo tiempo que prohiben obras y autores, promueven otras que se acercan al
fomento de los valores que componen el corpus ideológico del órgano de poder. Es
decir, la censura consta de dos momentos, la prohibición y la
imposición.
El ejercicio de la censura se compone de dos actores: el que la ejerce y el
que la recibe. En cualquier caso, ambos actores habitan dentro de contextos
sociales que van a influir en el sentido que le den al acto de ejercer la
censura y a la experiencia de recibirla. Por ejemplo, para un padre puede
resultar una obligación moral velar por la formación cristiana de su hijo al
censurarle la lectura de “
Harry Potter”, debido al contenido y la
promoción de la brujería y, por ende, del satanismo (argumentos para la censura
del libro en Texas y Toronto
[1]) y para el niño puede significar un
acto necesario, porque todo su entorno social avala esa censura y no existe en
su ambiente ningún agente que ratifique como positivo el acto
contrario.
En esta línea, el papel del mediador debiera ser el puente entre un lector y
su libro y ese acto siempre se verá coaccionado por múltiples factores
contextuales, tanto del mediador (recepción), como del libro (producción) y del
lector (recepción), por lo tanto se transforma en un papel acosado
permanentemente por los delicados límites entre la recomendación y la
prohibición o censura. El acto de censura considera a los lectores niños con
perfiles unificados, es decir, anula las capacidades individuales de elegir y
preferir, porque el concepto de niñez que manejan obedece a la férrea idea de
pensar
“a los niños como arcilla que vamos a modelar a nuestro antojo, ya sea
para un proyecto individual, ya sea para una utopía colectiva”[2]. Esta idea de Marcela
Carranza puede aplicarse a los dos momentos de la práctica de la censura, la
prohibición y la imposición. Si se prohibía a los niños la lectura de
“Un
elefante ocupa mucho espacio” de Elsa Borneman durante la dictadura
argentina de los años 70, se impulsaban libros que mantuvieran en los niños la
idea de un
status quo que no permitiera la proliferación de la “pesadilla
subversiva”.
El mediador no puede abstraerse de su contexto ni de sus gustos personales a
la hora de poner un libro en las manos de un niño. Pero, si tiene claro que su
papel no es el de un censurador ideológico o religioso, podrá ofrecer al lector
infantil una gama de obras que puedan gustarle sin que ello signifique estarle
negando otras. Se está de acuerdo con que el acto de la censura viola el derecho
fundamental de libertad del niño en cualquier contexto, pero también se está
consciente que existen gustos, etapas y preferencias que el niño posee y que
deben tenerse en cuenta a la hora de recomendarle un libro. Por lo tanto es
fundamental, en primer lugar, que el mediador tenga una propuesta determinada
–por ejemplo, que va a enseñar libros sobre un tema o un personaje específicos-
y que se posicione dentro de su espacio mediador –la escuela, la biblioteca, el
hogar- para entregar las recomendaciones indicadas. Puede surgir de inmediato la
pregunta, ¿existen recomendaciones indicadas? Bien, la realidad en la que se
está sumergido actualmente delimita las propuestas y el espacio del mediador,
pero sin que de inmediato se estime como un hecho negativo, debe enterderse como
un contexto a explotar. Por ejemplo, en Chile, en la escuela se dan a leer
libros obligatarios que corresponden al Plan de Lectura Complementaria emanado
desde el Ministerio de Educación. Mirado desde distintos puntos de vista, puede
significar que el Estado impone, de alguna manera, la lectura de ciertos libros
que remiten a valores, ideas y configuraciones de mundo específicas. Si este
espacio no puede intervenirse más allá de esta normativa, es preciso entregarle
al niño otros espacios donde pueda entrar en contacto con más formas de lectura,
como la lectura por elección propia. En esta instancia debe hacerse presente el
hogar o la biblioteca pública, para que el niño conozca que hay más libros que
los pesadamente obligatorios de la escuela. El mediador del hogar o la
biblioteca deberá tener presente este hecho y será necesario que le presente al
niño el mundo fuera de la norma o que, también, extienda la norma hacia el
placer estético sin presiones.
Quizás no exista nada más cruel que decirle a un niño
“no leas eso”. Este mandato puede matar para siempre el ansia de exploración
literaria de un niño. La idea que debe prevalecer es que al niño no se le
prohiba nunca su encuentro con un libro, si no que el mediador esté siempre
presente para poder ayudar y guiar esa lectura para que la mediación no se
transforme en una censura.
Es muy importante no olvidar el compromiso que como mediadores tenemos. Interesante artículo. Gracias.
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